Taxonomías (II)

«Tengo el deseo, y siento la necesidad, para vivir, de otra sociedad completamente distinta de la que me rodea. Como la gran mayoría de los hombres, puedo vivir en ésta y acomodarme a ella -en todo caso, vivo en ella-. Tan críticamente como intento mirarme, ni mi capacidad de adaptación, ni mi asimilación de la realidad me parecen inferiores a la media sociológica (…) Pero en la vida, tal como está hecha para mí y para los demás, topo con una multitud de cosas inadmisibles»

Cornelius Castoriadis

«Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente»

Manuel Sacristán

 

Lo que tienen en común las manifestaciones de la conciencia equivocada anteriormente esbozadas es la inmunización absoluta que procuran ante cualquier riesgo de “contaminación” política que pueda resquebrajar la gruesa coraza de alienación. Ello permite al anestesiado sujeto mantenerse totalmente vacunado contra la interpelación moral del espanto circundante. Los mecanismos de evasión, abundantemente servidos en bandeja de plata por los genios de la mercadotecnia, crean incluso la vana ilusión de libertad sin alterar en absoluto (más bien reforzándolas) las estructuras socioeconómicas que ahorman el simulacro de individualidad: como le ocurre al preso, que por querer librarse de las ligaduras se enreda cada vez más en ellas. Cuando la fuerza resultante del influjo conjunto de los referidos vectores de alienación arrolla la tenue y deslavazada instancia crítica del individuo, éste se convierte en un pelele en manos de las fuerzas irracionales del hedonismo, el escapismo y el virtuosismo iluminado. El brillo cegador de la profusión de paraísos artificiales aborta cualquier tipo de resistencia consistente. La telebasura, el ocio encapsulado del mall hollywoodiense, los juegos de rol o las terapias transpersonales [sic] de los místicos orientalistas proporcionan eficaz alivio sintomático de los difusos malestares y, por si todo ello no fuera suficiente, los psicofármacos suministran la ataraxia necesaria para preservar el grueso envoltorio translúcido que aísla de la doliente cotidianeidad.


Sin embargo, los vectores alienantes carecen afortunadamente del don de la omnipotencia. Por alguna de las grietas de humanidad que no pueden sellar completamente puede filtrarse la lucidez necesaria para poder escapar parcialmente a su influjo. Cuando un racionalismo atemperado, producto, pongamos por caso, de una crianza someramente ilustrada, protege al sujeto de la distorsión total de la percepción de la realidad que tales «sumideros» alienantes procuran, aparece inevitablemente el conflicto moral que podría desencadenar el instinto de rebelión. La ‘multitud de cosas inadmisibles’ de la que habla Castoriadis , el disgusto consiguiente con la vida que se lleva y lo poco o nada que se hace para cambiarla podrían agrietar los robustos muros de la paz social. Surge entonces urgentemente la necesidad de que otros filtros morales -más sofisticados y sutiles y menos psicoanalíticamente pedestres que los de la conciencia groseramente desnortada- desactiven la potencial disidencia y aseguren la docilidad y la conformidad social del ciudadano con el orden imperante. Ellos constituyen la base de lo que podríamos denominar la conciencia cínica del tipo ideal de individuo de clase media, integrante de la llamada “mayoría silenciosa”, capa social hegemónica en la conformación ideológica de nuestras residualmente opulentas sociedades. Dicha conciencia hipócrita tendría su basamento en dos pilares complementarios: la moral de “dirección postal” y el mecanismo compensatorio de cariz reformista-asistencial.
Explica Gilles Deleuze en su diccionario audiovisual que la condición de ‘ser de izquierdas’ es una cualidad de la percepción moral basada en la constatación de la unidad del sufrimiento humano innecesario existente a escala global: la auténtica izquierda no es una dirección postal. La intolerabilidad de las flagrantes y crecientes desigualdades debería ser pues la fuerza motriz de la praxis vital de cualquier persona de bien. Lo contrario (la percepción de la imperiosa necesidad de fundar la cosmovisión ideológica en la preservación de la precaria confortabilidad del nicho privado) es el marchamo del cinismo pequeñoburgués encarnado en la demediada y evanescente middle class. Su conciencia cínica, resignada a la imposibilidad de soslayar su intervención más o menos activa en los complejísimos mecanismos de generación de explotación y sufrimiento, opera el desacople (con la inestimable ayuda de los vectores de alienación) entre su muy conservadora moral de proximidad y su actuación política «de cara a la galería»: a pesar de su cacareado compromiso con el alivio de los problemas del proceloso y cruel mundo exterior, su preocupación primordial es el mantenimiento incólume de su “amniótico” entorno.
Sin arriesgar en absoluto la posición social ni provocar siquiera un rasguño en el armazón del Moloch se pueden hacer buenas obras en los ratos libres, prestar una brizna de solidaridad a los desvalidos o conceder el sagrado voto a opciones políticas pusilánimemente progresistas; excelentes lenitivos morales todos ellos para continuar con existencias perfectamente integradas en la cultura material del reino del capital. La vida compartimentada: colaboración en las cuestiones relevantes con la parte «contratante», combinada con una leve participación en las inocuas y abundantísimas vías de contribuir a la mejora paliativa del entorno mediante actividades aparentemente desinteresadas de cariz reformista. Moral de “proximidad” de nariz “tapada” y aseados y vistosos servicios a la comunidad que exorcicen la mala conciencia.

Manolis Glezos, héroe de la resistencia griega durante la ocupación nazi, beligerante aún contra las políticas criminales de la Troika en Grecia, esboza una brillante y llena de simplicidad taxonomía de los grupos sociales que ilustra claramente lo anterior: “Primero, los acomodados, que están bien; segundo, los que no sienten ni padecen; tercero, los que saben que están mal, pero no hacen nada; cuarto, los que salen a la calle a romper cosas y desahogarse y, por último, los que salen a la calle y saben muy bien por qué luchan”.
El pequeñoburgués de la dirección postal, híbrido de hedonista, escapista, virtuoso y moralista cínico, que ‘está mal, pero no hace nada’, es, a pesar de todo, perfectamente consciente de la insostenibilidad de la situación que precariamente le arropa y de la fragilidad de los asideros que garantizan la preservación de su estatus. Siente vívidamente (en función, ciertamente, de su lejanía de la «mierda» sacristaniana citada más arriba) como a su alrededor le va cercando la marea de descomposición social ante las crecientes agresiones del neoliberalismo rampante, pero sigue creyendo firmemente en poder preservar su ‘nidito’ de pseudobienestar de los peligros simultáneos del precariado y el desclasamiento. Los mecanismos compensatorios descritos le hacen soportable la inclemente mortificación y le facilitan el deslizamiento hacia la anestesia moral que evita que salte el resorte de rebeldía que le abocaría a los ignotos riesgos de la disidencia. Esclavitud a cambio de frágil confort: he aquí el quid pro quo de la mayoría silenciosa.
Empero, la intensidad del autoengaño por parte del grupo potencialmente más consciente de la ciudadanía, que tiene que reducir y lidiar constantemente con agudas «disonancias» cognitivas, reconciliarse con la inclemente realidad y proteger su autoimagen idealizada, es siempre endeble y precaria. El cierre moral de la conciencia cínica no puede ser completo ya que carece de los mimbres sólidos que compondrían una existencia basada en la alegría vital y abunda en dosis tóxicas de mala conciencia y cobardía. El filósofo racionalista Spinoza definía en su ética geométrica la alegría como el sentimiento de perfeccionamiento progresivo de la persona al perseverar en su ser. Así pues, si las formas desviadas y cínicas de conciencia impiden el auténtico perfeccionamiento de las virtudes morales del individuo y la sociedad, habrá que alimentar el rescoldo de esperanza de que, como de forma engañosamente infantil describe el siguiente aforismo de Sacistán, la necesidad de dejarse de lenitivos y escapismos para atajar el mal de raíz alumbre renovados y crecientes ámbitos de deserción.

«Nunca habrá buena alegría mientras haya burguesía, pero nadie echará al burgués si antes alegre no es»

 

Continuará…

 

 

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