Taxonomías (III)
«Aspiro a que mires a tu alrededor y te des cuenta de la tragedia. ¿Cuál es la tragedia? La tragedia es que ya no hay seres humanos, sólo hay máquinas extrañas que chocan entre ellas»
Pier Paolo Pasolini
«Me mezclé con los hombres en tiempos turbulentos y me indigné con ellos»
Bertolt Brecht
Vivimos en una sociedad marcada por el predominio de las pasiones tristes. La ya mencionada ética spinoziana enseña a cultivar las pasiones alegres, aquellas que fortalecen nuestro poder de acción estimulando nuestras ganas de vivir, en oposición a las pasiones tristes, que lo coartan y debilitan. El ciudadano del mundo rico, en los clásicos términos de Eric Fromm, está atrapado en una contradicción insoluble, potenciadora (a pesar de su situación de privilegio “relativo”) de tristeza y desasosiego: vive en el mundo “idílico” de las libertades aparentes (de voto, de consumo, incluso de venta de su fuerza de trabajo) y de cierta seguridad material, mientras que en realidad se halla al albur de los designios de poderes oscuros que lo someten a la insignificancia y pueden hacer añicos, ante cualquier azaroso giro del destino, esa precaria ilusión de bienestar. Nunca antes el ser humano ha podido sentir tan vívidamente la abismal distancia que reina entre las enormes posibilidades de realización de una vida más plena y los crecientemente agudos procesos de deshumanización en curso. Todos los potentísimos mecanismos de alienación ya esbozados están al servicio de la ocultación de esta punzante paradoja. Su éxito aparente reside en la aplicación de abundantes lenitivos y coartadas que «encriptan» las fuentes reales del malestar facilitando el encauzamiento de las tensiones y desgarros psicosociales hacia terrenos políticamente inocuos, verdaderos vertederos emocionales donde exorcizar los peligros que comportaría la lucidez.
Las inevitables expresiones de sufrimiento que no logran mitigar los vectores de alienación son consideradas potencialmente patológicas, alejadas de cualquier etiología originada en las asperezas de la cruda realidad y encuadradas en el ámbito de los trastornos adaptativos. De reconducirlas hacia la “normalidad” integrada se encargan el aparato psiquiátrico-terapéutico y los “chiringuitos” de autoayuda con toda su basura de culpabilización individual y exoneramiento de las condiciones objetivas. Fatigas, miedos y trastornos del ánimo enmascaran la infelicidad “estructural” y llenan los departamentos asistenciales focalizando el mal en el desvalido sujeto. Nuestra potencia de modificar el inhóspito entorno politizando los malestares es totalmente cercenada a través de los múltiples medios de imponer la docilidad que tienen los aparatos represivo-persuasivos de la sociedad crematística. Esta astenia moral generalizada es aprovechada por el aparato de dominación simbólica para fomentar la pasividad y generar impotencia frente a lo que se presenta como inevitable, sin escapatoria posible, salvo descenso a los infiernos nefarios de la marginalidad y la subversión. Una parte importante de la colectividad social adapta su conciencia de la realidad en la que vive hasta llegar a hacerla contradictoria con la que debería esperarse de su condición subalterna, colaborando entusiásticamente con los mecanismos de explotación y de fomento de la estulticia. Los que osan rehusar procurarse (o suplicar) con fruición las anestesias del consumo de fruslerías o los paraísos artificiales sin aceptar tampoco los cambalaches del cinismo pequeñoburgués de “nariz tapada” se abocan a una doliente alternativa: adoptar el aire taciturno del lobo estepario, rumiando impotente su derrota o arrostrar los sin duda bien tangibles riesgos de la disidencia.
Así pues, quien no quiera engañarse (los que ‘salen a la calle y saben muy bien por qué luchan’: los “mejores” de la taxonomía de Glezos) y trate de mantenerse en pie sin someterse (aumentando así su potencia de acción colectiva y fortaleciendo la alegría spinoziana) no encajará en el molde aceptado de la vida socialmente instituida. He aquí el origen de la llamada a la práctica política: propiciar mecanismos de acción social transformadora que permitan establecer lazos de fraternidad creadores de otros ámbitos de sociabilidad que exorcicen el temor de ser una absurda y solitaria anomalía. ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde hurgar para encontrar fermentos de esas tendencias socializantes en un entorno despiadadamente individualista? ¿Cómo persuadir al aturdido paisanaje de la existencia de otras formas de estimular la alegría vital y el auténtico hedonismo infinitamente más gratificantes que las supinas vacuidades proporcionadas por el ocio mercantilizado? Y, quizás lo decisivo, ¿cómo lograr que no sólo los «mejores» sino también una «masa crítica» de ciudadanos den el paso de politizar la vida y construir nuevas formas de convivencia más allá del férreo corsé mercantilista que agosta sus pulsiones fraternas?
Resulta, en este sentido, sumamente ilustrativa de las enormes dificultades de la tarea una paradoja (escasamente percibida como tal) muy presente en la vida cotidiana de las clases populares. La que refleja el agudo contraste entre la presencia abundante de valores de fraternidad y de solidaridad en la vida privada de la gente “de bien” y la casi total y absoluta desconfianza hacia todo aquello que huela a política institucional o incluso a la cooperación con “desconocidos” en el tejido de redes de acción colectiva. Las preocupaciones y desvelos cotidianos de las “buenas” personas están en realidad repletos de moralidad; de un “hacerse cargo” de los otros a través de múltiples muestras de desprendimiento y generosidad. Mediante las solícitas atenciones y cuidados a los allegados plasmadas en la total entrega a la crianza de los niños, los desvelos hacia los mayores y el apoyo incondicional a los amigos (cuenta conmigo para…) multitud de personas anónimas hacen gala continuamente de una generosidad desbordante e indicadora de fuertes impulsos de solidaridad, al menos en el círculo más íntimo de la gente “de confianza”. Incluso participan animosamente en la organización de las fiestas del barrio, reclaman la peatonalización de una calle, la construcción de un área infantil en un parque o colaboran desinteresadamente en causas solidarias con algún lejano y desgraciado lugar del acerbo planeta. Sin embargo, en el fondo, toda esa expresión de potenciales conductas socializadoras no es más que el reflejo invertido de un sentimiento defensivo, de construcción de un caparazón aislante que trate (infructuosamente) de proteger el “amniótico” entorno y sus restringidos valores de camaradería de los ignotos peligros que acechan por doquier en el mundo grande y terrible. Y esas demostraciones de genuina generosidad, que podrían constituir la argamasa de la construcción de mallas de acción colectiva y la materia prima de un poder popular potencialmente transformador, acaban quedando totalmente circunscritas a la esfera privada, único ámbito donde se expresa esa “densificación” de las redes de apoyo mutuo.
La Familia, la Propiedad y el Estado pueden estar tranquilos: la moral de proximidad de las clases populares (menos cínica que la pequeñoburguesa, pero impotente al fin y al cabo) y la desconfianza hacia todo lo que huela a práctica política operarán eficazmente la desconexión entre esa bondad de «dirección postal» y el simultáneo desentendimiento de tratar siquiera de tejer auténticas redes de política “capilar” antagonista . Existe, pues, un agudo contraste en el sentido común del pensamiento cotidiano entre las reglas de la política y las de la vida. La política-espectáculo se hace en un lugar abstracto y separado de la vida, un lugar “excepcional” que requiere un tipo de saber y una disposición totalmente ajenos a las capacidades e inclinaciones de la mayor parte de los sufridos ciudadanos. Política supeditada a los medios de embrutecimiento de masas, de creación de personajes mediáticos, fomento de la pasividad ciudadana y vacuo electoralismo. Redentores que nos leen la cartilla y nos ofrecen la salvación a cambio de una «mísera» papeleta. Los dictados, abusos y corruptelas de los fantoches de la realpolitik provocan una indignación estéril y una desconfianza instintiva del pueblo «llano» hacia cualquier tipo de implicación en la farsa partitocrática. En realidad, todo funciona como una gigantesca pantomima: la gente “sabe” (que los políticos son unos corruptos, que los banqueros roban a manos llenas, que la democracia liberal es una marioneta en manos del gran capital, que el trabajo es una esclavitud…) y, a pesar de esa incólume certeza en la podredumbre del poder, actúa como si no le incumbiera o no se pudiera hacer nada para combatirlo, legitimando así el retorno al ámbito privado y cortocircuitando la conexión con cualquier implicación en tareas comunitarias que puedan devenir embriones de contrapoderes efectivos. La desazón provocada por esta cesura alimenta el retraimiento ante la impotencia resultante de no poder conectar las dos esferas de la vida ciudadana.
No obstante lo anterior, la actual catástrofe en curso y la apabullante emergencia humanitaria que provoca están poco a poco obligando al sufrido «españolito» desclasado y precarizado a abandonar su, cada vez más deteriorado, nicho particular y a preocuparse por intervenir en la vida pública para paliar la devastación social circundante. El entorno laboral, crecientemente depredador y precario; el espanto de los desahucios, el impúdico festín de los saqueadores a mansalva del erario público y la crecientemente aguda desposesión de derechos de las clases trabajadoras arramblan el fallido intento de cierre del ámbito privado e impelen al desvalido ciudadano a dejar el estado de «crisálida» social y arrostrar los riesgos de la lucha política y la acción colectiva. Y así, ante los que se atreven a dar el paso de romper esa gruesa capa aislante que nos separa de algún tipo de práctica de vida comunitaria que pueda servir de fermento de una genuina alegría aparecen dos caminos para intentar modificar las actuales relaciones de explotación que sumen al individuo en un estado de creciente postración ante el Poder: la vía “Palacio de Invierno” y la vía “estiércol”.
Continuará…