La metafísica de los ‘comunes’ y el reformismo posmoderno

No es por una especie de purismo extremista ni, menos aún, por una política del estilo ‘cuanto peor, mejor’, por lo que hay que desmarcarse de todos los “ordenadores” de la economía: es simplemente por realismo ante el devenir patente de todo el asunto. Se trata de un relevo a la dominación, puesto que le proporciona sobre la marcha, de un lado, una oposición de las llamadas constructivas y, del otro, arreglos de detalle”

Jaime Semprún, “Enciclopedia de la nocividad”

 

«¡Omnia sunt communia!» (“¡Todo es común!”). Ante el pasmo del secretario municipal, que tuvo que solicitar la repetición de la extravagante fórmula, el concejal de Ahora Madrid Guillermo Zapata “adornó” de tal guisa la promesa de su cargo en la puesta de largo del ayuntamiento del cambio tras su éxito rutilante en las elecciones de 2015. Tanto Zapata como otros concejales electos estaban muy vinculados al Patio Maravillas -un centro social okupado que se definía como ‘un común urbano’- y expresaban de este modo su rechazo al fulminante desalojo –un nada sutil aviso para navegantes- ejecutado en las últimas horas del mandato de la inefable Ana Botella. La rotunda sentencia, originaria del filósofo escolástico Tomás de Aquino, fue popularizada en el siglo XVI por el atrabiliario pastor Thomas Müntzer, símbolo del protestantismo revolucionario, que ejerció su carismático liderazgo durante la sangrienta guerra de los campesinos alemanes de 1524, también conocida como la revolución del hombre común. ‘¡Omnia sunt communia!’ era el grito que proferían los siervos de la gleba que, apremiados por la miseria rampante, reclamaban el restablecimiento de los derechos de uso común sobre los pastos y los bosques y la reducción de la presión asfixiante de las cargas señoriales.

La anécdota refleja la enorme extensión que han alcanzado el paradigma del ‘común’ y sus frondosas ramificaciones (bienes comunes, procomún, comunales, comunes inmateriales) en los ámbitos relacionados con la constelación de movimientos sociales, fundaciones, think tanks y departamentos universitarios que fungen de compañeros de viaje de las fuerzas de la llamada nueva política.  La ‘defensa de los bienes comunes’ destaca como eje fundamental en los programas de Ahora Madrid, Barcelona en Común, la Marea Atlántica y demás exitosas plataformas municipales, sedicentemente herederas de la explosión popular quincemayista. Los altavoces del nuevo credo se extienden por doquier. La jerga refrescante del procomún coloniza los espacios de reflexión y de elaboración de “dispositivos” de intervención “tecnopolítica”, ocupados en su mayoría por jóvenes graduados universitarios con elevado capital cultural y fuerte implicación en la pléyade de colectivos alumbrados al calor del nuevo ciclo político surgido tras el 15-M. La Hidra Cooperativa, la librería Katakrak, La Casa Invisible, la editorial Traficantes de Sueños, la librería Synusia y otros espacios para ‘el común’, aglutinados en torno a la casa madre de la Fundación de los Comunes, alimentan la profusa actividad cultural, editorial y periodística que rinde culto al flamante evangelio comunal.  El lenguaje inclusivo y dulcificado –autotutela de derechos, empoderamiento emocional, conocimiento abierto, gobernanza cooperativa, economía de los cuidados…- impregna los discursos de los líderes del nuevo municipalismo transformador, procedentes de las canteras donde se han ido cincelando -en íntima simbiosis con el asalto a los cielos de las huestes de Podemos- las herramientas de la revolución ciudadana. Todos ellos porfían por capitalizar el frenesí de empoderamiento ciudadano que aprovechará  la ‘ventana de oportunidad’ que la dichosa crisis de legitimidad del régimen del 78 ofrece para arrebatar las demediadas instituciones a la casta y devolvérselas al pueblo soberano.

La nebulosa de los comunes es pues a la micro-política municipalista lo que el fulminante asalto a los cielos del populismo «podemita» pretendía ser a la macro-política parlamentaria. Se trataría del correlato ‘desde abajo’ de la papilla postmoderna de Gramsci y Marx que, a través de la moda Mouffe-Laclau, vertebró el renovador discurso de Podemos y la fugaz hegemonía del nuevo populismo ‘errejoniano’ de los significantes vacíos. César Rendueles, uno de los referentes intelectuales de la nueva izquierda, miembro de Podemos y coautor con Joan Subirats de un ensayo sobre los ‘comunes’,  no puede contener su asombro ante la enorme extensión de la moda comunal, cuyo influjo llega incluso al terreno del enemigo: “Es realmente impresionante el modo en que en diez años se ha difundido el vocabulario relacionado con los bienes comunes entre personas que provienen de espacios sociales y tradiciones intelectuales muy diversas. Es evidente que se ha convertido en un elemento esencial del bagaje conceptual de ecologistas, tecnólogos, feministas, economistas heterodoxos, artistas y ciberactivistas. Pero es que incluso ha pasado a formar parte del léxico cotidiano de los agentes políticos y las instituciones públicas. Hasta las empresas y los bancos lo emplean en su publicidad”.

Los promotores del nuevo credo pugnan por convertirlo en el centro neurálgico de la reflexión sociopolítica del pensamiento transformador, superando las trasnochadas categorías decimonónicas de los clásicos del socialismo marxista o del anarquismo. Las viejas palabras herrumbrosas –clase, comunismo, explotación, expropiación…- han desaparecido del acervo o de la caja de herramientas de la nueva política. Laval y Dardot, autores del texto ‘Común’, subtitulado pomposamente ‘Ensayo sobre la revolución del siglo XXI’, teorizan profusamente sobre la necesidad de instituir lo común como el término central de una lógica de pensamiento capaz de salir de los impasses de la política del siglo XX y del paradigma de la modernidad (izquierda/derecha, Estado/mercado, público/privado): “Y ésta es también la razón por la cual no hemos querido construir uno de esos “grandes relatos” que la posmodernidad descalificó ampliamente: lo común no toma de ningún modo el relevo de la “emancipación del ciudadano”, de la “realización del Espíritu” o de la “sociedad sin clases” (por retomar los principales relatos mencionados por Lyotard en La condición posmoderna, de 1979)”. Michael Hardt y Toni Negri, celebérrimos popes del posmodernismo pseudomarxista, en el último tomo de su monumental trilogía sobre el ‘nuevo orden biopolítico del mundo’, subtitulado nada menos que ‘El proyecto de una revolución del común’, defienden la idea del ‘común’  como ‘vía de superación de la oposición entre lo privado y lo público y de la política en la que se basa dicha oposición’. El mencionado Joan Subirats, el mayor apóstol y divulgador de los ‘comunes’ en la piel de toro y actual comisionado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, insiste machaconamente en subrayar la necesidad de la innovadora cuña en la que se inserta la “hipótesis” comunal, como vía alternativa a la vetusta dicotomía (cual si se tratara de mónadas autónomas) entre lo privado y lo estatal: «los bienes comunes exigen una forma de racionalidad diversa de la que ha dominado tanto tiempo la escena del debate económico, social y político. Nos referimos a la lógica binaria que nos obligaba a escoger entre propiedad pública o privada (…) Desde hace muchos años, la pugna, la tensión, se ha establecido únicamente entre las formas privadas de gestión de los asuntos colectivos y las formas estatales de gestión de los mismos”.

La Fundación de los Comunes expresa su voluntad de contribuir a la difusión del nuevo evangelio sustituyendo la presencia hegemónica del pensamiento revolucionario de la época dorada del movimiento obrero por el nuevo ‘kit constituyente’ (sic): “pretendemos poner nuestro grano de arena para la constitución de ese kit constituyente del que habla Rancière. “¿Qué tenía el movimiento obrero de finales de XIX, primera mitad del XX? Herramientas de análisis propias, formas de vida propias, algo no solo alternativo, sino sustitutivo, constitucional, fundacional.”

Distanciándonos del triunfalismo que desprenden las sospechosamente exageradas fanfarrias que entronizan lo ‘común’ como el término central de la nueva lógica de pensamiento político del siglo XXI, propondríamos tres ejes, sólo aparentemente heterogéneos, con presencia destacada en el código genético del evangelio comunal: el posmodernismo pseudoizquierdista, con todo el oropel de su neolengua «idealista», como paradigma ideológico; el aroma autogestionario de la ‘recuperación de los comunes’, despojado casi completamente del andamiaje, radicalmente «ilegalista», característico de la tradición anarquista, como propuesta práctica y el sustrato economicista de cariz ortodoxo, basado en la eficiencia de la gestión colectiva de los recursos de uso común frente al aprovechamiento exclusivo de los derechos de propiedad privada, como fundamento teórico. El resultado de semejante amalgama es un análisis sumamente deficiente del capitalismo actual combinado con una práctica política profundamente reformista (caracterizada, a pesar de su pretensión renovadora, por la clásica boutade bernsteniana: “La meta final no representa nada; el movimiento lo es todo”).

¿Cuál es el origen histórico de un paradigma con tales pretensiones de devenir el eje vertebrador de la reflexión teórica que alumbre una renovada práctica socio-política con aspiraciones emancipatorias? ¿Tiene algo de realmente novedoso un concepto que, a pesar de la neolengua utilizada, aparentemente no hace otra cosa que remitirse a la secular tradición autogestionaria de raigambre anarquista?  ¿Cuál es, en fin, la articulación de su conexión -en las antípodas, por cierto, de la tradición libertaria- con la praxis política institucional de la nueva izquierda ciudadanista?

En el aplastamiento sistemático de las conquistas del Estado del bienestar bajo la apisonadora de las políticas neoliberales reside -junto con la penosa agonía del estatismo burocrático y el movimiento comunista internacional- la clave para entender el origen de la “tercera vía” que representa la moda comunal. Tras el prolongado auge de los “treinta gloriosos”, con su mitificado aroma de explotación mitigada y colaboración de clases, el final del espejismo que generó la esperanza en la viabilidad de un capitalismo dulcificado se plasma en el ataque furibundo contra las condiciones de vida de las clases populares y la privatización de los servicios públicos del welfare state. A principios de los años setenta –con el Nixon Shock como olvidado pero decisivo desencadenante simbólico-, la alarmante merma de la rentabilidad del capital propulsa la hipertrofia de capital ficticio –productos financieros derivados que multiplican centenares de veces la riqueza real- generada por el crecimiento disparatado del dinero-deuda creado por la banca y la sobreexplotación del trabajo. La mutación adaptativa del sistema de la mercancía en la fase neoliberal responde pues a las crecientes dificultades de realización productiva de la ganancia y no a un malévolo proyecto de las élites para aplastar los restos del movimiento obrero y del Estado del bienestar, acaparando una parte cada vez mayor del pastel de la riqueza social. El endurecimiento de la política del capital se centra en la extracción de rentas y ganancias extraordinarias de las privatizaciones masivas de monopolios y servicios públicos y en la generación de colosales burbujas de activos inmobiliarios, dando rienda suelta a la ingeniería financiera mediante la liberalización total de los mercados de capitales. Tales cimientos sustentan el crecimiento exponencial de lo que el economista marxista Michel Husson denomina ‘plusvalía no acumulada’, que huye de su destino natural hacia la inversión productiva para multiplicarse desorbitadamente en la nebulosa financiera.

La pérdida de soberanía monetaria de los estados -consagrada en la UE con el tratado de Maastricht, donde se crean la moneda única y el BCE-, compelidos a endeudarse en los mercados “libres” debido a la camisa de fuerza que representa la prohibición de recibir financiación directa del ‘dueño del euro’, consuma la amputación de las herramientas redistributivas tradicionales y la imposibilidad de realizar políticas keynesianas de estímulo fiscal de la demanda agregada. Quedan así postrados a los pies de los tiburones de las finanzas internacionales y de la banca corporativa, que les someten al chantaje del cese de la financiación de la deuda o la degradación crediticia en caso de pretender realizar “irresponsables” políticas inflacionarias de aumento del gasto o de las transferencias sociales.

En el análisis teórico que sirve de base a la eclosión del paradigma del ‘común’ en los nuevos movimientos transformadores, el empeño en construir un relato simplista, que conserve la ilusión de la posibilidad de revertir el embate neoliberal a través de las mutiladas palancas institucionales, hace que tal conclusión sobre la impotencia de la vía estatal-legalista para contener los desmanes del capital financiero desaparezca.

Castro, y Martí, de La Hidra Cooperativa, uno de los nodos de la Fundación de los Comunes en Barcelona, concretan la inserción de la hipótesis del ‘común’ en la encrucijada de la destrucción del Welfare State ante el embate neoliberal: “Entendemos que si el análisis de los comunes es relevante hoy en día es porque puede ser una herramienta eficaz frente a la descomposición de las instituciones del Estado del Bienestar y una forma de organización política desde la base a través de la cual la forma del Estado neoliberal pueda ser confrontada y trascendida”.

Laval y Dardot, citando a la filósofa ecofeminista india Vandana Shiva, describen el imperativo de la lucha política de nuestra época como la necesidad de ‘recuperar los comunes’: “Si la globalización neoliberal es el cercamiento final de los comunes –nuestra agua, nuestra biodiversidad, nuestros alimentos, nuestra cultura, nuestra salud, nuestra educación– recuperar los comunes es el deber político, económico y ecológico de nuestra época”. Difícil no obstante superar la metafísica idealista que rezuma la extravagante descripción que hace Negri de la esencia de la financiarización como “extracción del común”, desplazando olímpicamente el eje de la lucha de clases de su antagonismo clásico al nuevo paradigma: “La segunda figura en la que se  encarna esta nueva forma de explotación es la financiarización, que representa la forma en la que el capital mide la «extracción del común». Se podría decir que el dinero es la figura perversa y la total mistificación del común. (…) El capital pierde así su dignidad (sic), que consistía en su capacidad para organizar la producción e imprimir a la sociedad un desarrollo. Ahora, el capital es obligado a reorganizar y mostrar, en forma extrema, su naturaleza antagonista. Eso significa que la lucha de clases se desarrolla alrededor del común”.

A pesar de los denodados esfuerzos de las luminarias del posmodernismo por situarlo en el núcleo del análisis socio-político, el nuevo artefacto no habría tenido apenas impacto en los ámbitos serios del pensamiento científico-social ni habría colonizado los ‘tanques de pensamiento’ de las fuerzas del cambio, sin el baño de respetabilidad proporcionado por los trabajos previos de la economista estadounidense Elinor Ostrom. Sus desarrollos teóricos –fundamentalmente el texto ‘El gobierno de los bienes comunes’, publicado en 1990, en plena hegemonía de la ortodoxia neoclásica-neoliberal- ofrecen la fundamentación rigurosa, frente al dogma de la primacía absoluta de la gestión privada, característico de la economía convencional, de la viabilidad de la gestión colectiva de ciertos recursos de uso común. Subirats resume su aportación, merecedora del pseudopremio Nobel de economía de 2009: “La labor investigadora de la profesora de la Universidad de Indiana logró recoger multitud de experiencias que demostraban que la existencia de espacios y bienes comunales, es decir, la no atribución de propiedad específica a sus usuarios, no conllevaba inevitablemente la sobreexplotación de los recursos y la pérdida y erosión de ese patrimonio. De esta manera respondía a la influyente obra de Garrett Hardin (1968), que situaba a los bienes comunes en una lógica de explotación descontrolada que forzosamente acababa en ‘tragedia’”. El planteamiento de Ostrom–dentro del estrecho marco de la teoría de juegos y de la axiomática de modelización de la conducta racional, característicos del análisis microeconómico de la ‘Nueva Economía Institucional’- ofrece una vía de gestión de los recursos comunes -definidos según parámetros convencionales como de ‘alta rivalidad’ y ‘difícil exclusividad’- basada, frente a la despiadada racionalidad individualista de la microeconomía neoclásica, en la cooperación entre los usuarios. Montes que se manejan de forma comunal, cofradías de pescadores, programadores de software libre, cooperativas que apuestan por una energía sostenible, iniciativas de crédito colectivo o grupos educativos de crianza compartida conforman el paisaje de autoorganización social alumbrado por el nuevo campo de estudio.

Con su inclusión en la estela de la escuela teórica iniciada por Ostrom, el flamante evangelio goza ya, en las antípodas de las etéreas disquisiciones de los santones de la posmodernidad, del marchamo de rigor que le permitirá ser un ‘elemento esencial del bagaje conceptual de ecologistas, tecnólogos, feministas, economistas heterodoxos, artistas y ciberactivistas’ además de fuente inagotable de tesis universitarias y de plúmbeos simposios  autoformativos.

No obstante, Ibáñez y de Castro destacan el alcance sumamente restringido del uso de semejante aparato teórico, extraído del laboratorio de la ortodoxia académica y purificado de contaminación alguna con las relaciones de producción imperantes, como fundamento de una herramienta de cambio político-social: “Pero la virtud de una mayor formalización teórica y una mayor precisión en la conceptualización de los «bienes de uso común» se realiza a costa de reducir la alternativa de la gestión común a los huecos que la economía capitalista decida ir dejando libres. Pues aquí «los comunes» dejan de ser un fenómeno social total, que requiere de un entramado social y político propio (por tanto, necesariamente conflictivo con la lógica dominante), para pasar a ser una gestión económica alternativa de determinados recursos”. Se trata pues de un discurso economicista, preocupado fundamentalmente por la eficiencia y sin ninguna conexión con la construcción de sujetos políticos anticapitalistas. Una mercancía convencional como una lavadora -y no digamos una fábrica o una vivienda-, así como cualquier otro bien mercantil producido con el trabajo social generador de plusvalía, que sirvió de núcleo originario al análisis de la mercancía en el monumental artefacto crítico construido por Marx en El Capital, queda fuera del restringido ámbito de estudio de los recursos de uso común.

“Tenemos tan integrados y asumidos ciertos valores capitalistas que no nos damos cuenta del absurdo que supone tener una lavadora en cada casa”. La rotunda afirmación corresponde a Unai, vecino del barrio okupado vitoriano de Errekaleor, una de las comunidades autogestionadas más importantes del país. ‘Errekaleor bizirik’ (‘Errekaleor vivo’) representa un magnífico ejemplo en curso de experiencia anticapitalista, fundamentada en relaciones de apoyo mutuo y solidaridad desde abajo y, por tanto, una muestra fehaciente del significado verdaderamente socializador que puede tener la ‘recuperación de los bienes comunes‘: ”Vamos a dar un paso más y a prescindir de ciertos servicios en las viviendas como cocinas eléctricas, lavadoras, frigoríficos…, para tenerlos en zonas comunes”, explica Estitxu Vilamor, otra vecina de Errekaleor. En las antípodas de las metafísicas conceptualizaciones de los apóstoles del evangelio comunal y de las ilusiones reformistas en la vía legalista-institucional de los cambios graduales, la claridad del lenguaje es asimismo meridiana: “Esta crisis tiene síntomas y nombres distintos (crisis energética, ecológica, social, crisis de cuidados…) pero la enfermedad es siempre la misma: el capitalismo”.

Precisamente, David Harvey, geógrafo marxista y representante de la rama “dura”-materialista del enfoque de los comunes, toma pie en los fragmentos de El Capital sobre la ”acumulación primitiva”, donde Marx había hecho una amplia descripción de las múltiples formas en las que las tierras y los derechos comunes fueron apropiados por el capitalismo naciente, para asentar su tesis de la ‘acumulación por desposesión’, característica de la barbarie neoliberal: “El thatcherismo desencadenó los instintos intrínsecamente montaraces del capitalismo (los «espíritus animales» de los empresarios, como los llamó tímidamente John Maynard Keynes), y nadie ha intentado detenerlos desde entonces. La roturación temeraria a base de talar y quemar se ha convertido en la consigna de la clase dominante prácticamente en todas partes”.

Si bien Harvey, que amplía y profundiza el estrecho marco economicista de Ostrom, dotándolo de músculo político anticapitalista, parte del análisis marxista de la crisis de acumulación de los años 70, destacando la enorme relevancia de la deuda privada y el rentismo financiero-inmobiliario como generadores de burbujas de activos y propulsores de la ‘desposesión’, su tesis central desplaza el foco hacia los deletéreos efectos de la ‘roturación temeraria’. Ello le permite admitir abiertamente la posibilidad de ‘detener los espíritus animales’, atenuando la arremetida del capital desembridado, a través de políticas públicas que reviertan los ‘cercamientos’ y recuperen el común usurpado. Harvey es, en este sentido, y a pesar de su devoción explícita por la ortodoxia revolucionaria marxiana, profundamente bernsteniano: “Estoy a favor de Syriza, por ejemplo, al igual que Negri y varios anarquistas griegos que conozco, y también de Podemos, no porque sean revolucionarios, sino porque ayudan a abrir un espacio para un tipo diferente de políticas. La movilización del poder político es esencial y el Estado no puede despreciarse como un sitio potencial para la radicalización. En todos estos puntos siento disentir con muchos de mis colegas autónomos y anarquistas”.

Sin embargo, la destrucción sistemática de las escasas herramientas de política económica que quedaban en manos de las demediadas instituciones públicas convierte la, aparentemente modesta, aspiración de desarrollar ‘un tipo diferente de políticas’ en completamente vana. Sin poner coto al papel neurálgico de la banca privada, auténtica supra-entidad planificadora de la economía mediante la creación de deuda dirigida a la propulsión de burbujas de activos y la privatización masiva de todo lo que huela a rentas monopólicas; a la independencia de la banca central, que con su cepo austericida deja al Estado a los pies de los caballos de los dueños de la deuda y las compañías de calificación de riesgos o al absoluto descontrol de los ignotos canales a través de los cuales fluyen los productos financieros derivados es absolutamente utópico pretender revertir los ‘intrínsecamente montaraces’ instintos del gran capital por la vía legalista-institucional. Al desplazar el foco de la sala de máquinas a los efectos depredadores del embate neoliberal se simplifica y deforma el diagnóstico, pretendiendo recuperar el ensueño de la fenecida posibilidad de utilizar las herramientas estatales para detener el expolio y emprender la ‘recuperación del común’.

Si, como señalan Castro y Martínez, el neoliberalismo es producto de la conquista de las instituciones por parte de las élites económicas y el poder financiero”, la vía para reapropiarse de lo común usurpado pasaría necesariamente por su reconquista para ponerlas al servicio de la ciudadanía: “La reapropiación de los bienes comunes ha de plantearse como un problema institucional, como la necesidad de defender, diseñar, implementar y asumir un conjunto de derechos, normas, obligaciones y compromisos para reapropiarse de lo enajenado y garantizar las condiciones materiales de subsistencia y reproducción social”.

El marco anacrónico y desenfocado, basado en la tozuda insistencia en la verosimilitud de la posibilidad de recuperación del viejo estado redistribuidor fulminado por el neoliberalismo, queda, en fin, ejemplificado de nuevo en la siguiente declaración programática de la Fundación de los Comunes: “El bloque de crisis económica comprende, por ejemplo, análisis relativos a la espiral rescate/deuda, a las posibilidades de un nuevo sistema fiscal de redistribución más igualitaria o a propuestas de mecanismos de reparto de la riqueza a través de la renta (…)” El mito de la renta básica, proclamada como panacea asistencial-redistributiva, emerge -y de hecho figura en lugar prominente en las proclamas de los ‘tanques de pensamiento’ del evangelio comunal- como la coronación de este fútil intento de construcción nostálgica de un capitalismo con “corazón”.

La misma creencia mistificadora en el sueño «húmedo» de la vieja socialdemocracia anida en el eslogan de “usar el estado” contra la “casta”, que caracterizó el frustrado intento de “asaltar los cielos” protagonizado por las huestes de Podemos. Miguel Sanz desvela brillantemente la errónea abstracción de estirpe funcionalista que opera en la base de la artificial dicotomía Estado-Capital inserta en la hipótesis populista: “El populismo de izquierdas no tiene otro objetivo que hacerse con la maquinaria del Estado para dar un giro a las políticas del neoliberalismo, como ha expresado Chantal Mouffe mucho más explícitamente que Laclau, en multitud de artículos y entrevistas. Esta creencia en la posibilidad de “usar” el Estado contra la minoría dirigente (la casta) procede del planteamiento de autonomía de las estructuras de la sociedad, cuya naturaleza no está definida y son sólo un producto “relacional” de la articulación de diferentes elementos. Por decirlo de alguna forma, para poder utilizar a Gramsci necesitan vaciarlo al completo de las aspiraciones socialistas revolucionarias, a las que consagró su vida, su obra y su muerte”. He aquí, en la combinación entre un análisis superficial del capitalismo y una visión «idealista» de la política, basada en la creencia en la posibilidad de revertir el papel totalmente subalterno del Estado bajo la égida del capital financiero, la raíz del reformismo posmoderno, expresión política del populismo pseudoizquierdista y de la metafísica comunal.

Mientras tanto, el ayuntamiento del cambio de la capital del Estado ha autorizado recientemente la conversión de la última sede del Patio Maravillas en apartamentos turísticos. Eso sí, la medida provocó la escisión simbólica de una parte del equipo municipal: cuatro ediles de Ahora Madrid -entre ellos Guillermo Zapata- evitaron mancillar su honra saliendo del pleno en el momento de la votación y otro –Sánchez Mato– emitió su voto ¡con la nariz tapada! ‘¡Omnia sunt communia!’

 

Un Comentario

  1. Pauet

    Excelente articulo, espero con paciencia cada nueva entrega, cuestiones semánticas aparte, coincido en todos los argumentos básicos.
    Pero a pesar de ello me pasa como a Harvey y Negri, a pesar de todo siento que debo estar con ellos porque son lo mejor que hay y creo que lo mejor que puede haber dadas las circunstancias. De hecho estoy bastante seguro que ellos mismos saben perfectamente de las limitaciones de su estrategia (recuerdo alguna conversación entre Jorge Moruno y Pablo Iglesias al respecto), pero aún así creen que deben de intentar algo.
    Soy consciente que eso no puede llevar más allá de acabar siendo un gestor más del mismo sistema, pero a pesar de ello no veo nada más «ahí fuera».

    Saludos

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  2. aapilanez

    Mil gracias Pauet por la atenta lectura y la valoración. Te agradezco asimismo la paciencia -uno no es profesional de ésto y tiene que andar «rascando» ratos libres de las ocupaciones alimenticias- y la asidua participación. Sobre lo que dices de «estar con ellos porque son lo mejor que hay» lamento no coincidir contigo. Comparto más la tesis de -como dice la cita que ha añadido al texto- que hay que oponerse a los «reguladores» del sistema: se trata de un relevo a la dominación, puesto que le proporciona sobre la marcha, de un lado, una oposición de las llamadas constructivas y, del otro, arreglos de detalle.
    Quizás en parte por tu comentario, y también por otras valoraciones, he añadido otro párrafo en el que ofrezco mi visión de lo que hay «ahí fuera» que no comulga con la visión gradualista-reformista: las comunidades autogestionadas de raigambre anarquista. Son pocas y muy aisladas pero, en mi humilde opinión y a sabiendas de que esta es la madre del cordero de esta ardua polémica, dan en el clavo en la manera de organizarse y de mantenerse al margen de componendas con el poder -ah, y llamando a las cosas por su nombre-.
    Un abrazo e infinitamente agradecido de nuevo por tu atención

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    • Pauet

      Gracias por una respuesta tan completa, entiendo el sentido de lo expuesto pero no me puede dejar de parecer una forma de resistencia al poder (al sistema) que justamente representa el tipo de resistencia que al poder le conviene y puede gestionar perfectamente. Por poner un ejemplo cinematográfico me recuerda cuando en la saga Matrix se descubre que el sistema entendió que no podía mantener el control sin permitir que hubiera unos «revolucionaros» (Sion y la resistencia) que servían de válvula de escape y de falsa apariencia de libre elección, pero que en realidad eran una molestia necesaria y perfectamente controlable.

      Y básicamente este es mi dilema, por un lado creo que donde hay poder hay resistencia al poder, pero también soy consciente de la facilidad que tiene el poder para encauzar esta resistencia al poder, y esta gestión de la resistencia tiene sin duda una cara que es la de la asimilación dentro del sistema hasta ser un gestor más de lo dado (así sucumbió la izquierda obrera socialdemocrata y comunista, y ese es el peligro de todo el que entre dentro de las instituciones). Pero por otro lado también hay un peligro en creerse un resistente cuando en realidad no se representa amenaza alguna y de hecho tu propia existencia como resistente es parte de la tolerancia que le conviene al sistema tener para perpetuarse.

      Saludos

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  3. aapilanez

    Magnífico de nuevo el comentario Pauet. Poco que añadir. Has puesto negro sobre blanco el meollo del asunto. Como creo que están claras las posturas no voy a repetirme. Eso sí, no sin antes agradecerte de nuevo tus muy pertinentes observaciones.

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  4. Pingback: La metafísica de los “comunes” y el reformismo posmoderno – La Patria Grande
  5. Rubén Martínez Moreno

    Buenas, gracias por el esfuerzo y por la intención

    Me temo que para debatir con alegría (para que al oponente le produzca interés dedicarle tiempo y cabeza) no es recomendable hacer caricaturas. Dejo abajo los links a dos textos de La Hidra con algunos fragmentos, para que se puedan leer. Tanto los fragmentos como los textos poco tienen que ver (más bien nada) con el discurso cándido que querías criticar. Entiendo el deseo por enfrentarse al comunitarismo, pero no al precio de perder el rigor.

    Desde mi punto de vista, por cierto, el análisis más agudo de la financiarización y, en particular, cómo ese proceso explica la trayectoria contemporánea del capitalismo español, lo puedes encontrar en un libro editado por Traficantes de Sueños: «Fin de ciclo». Hay toneladas de libros editados por Traficantes que explican de manera muy precisa el papel activo del Estado como regulador del régimen de acumulación capitalista. Te los recomiendo.

    Sin más, dejo ahí debajo los links a dos textos de La Hidra con algunos fragmentos de cada uno.

    Saludos,
    Rubén

    ______________________________________
    ¿CONQUISTAR EL DERECHO A LA CIUDAD SIN CONFLICTO?
    https://www.elsaltodiario.com/palabras-en-movimiento/conquistar-el-derecho-a-la-ciudad-sin-conflicto

    «Ganar un barrio significaba abrir el conflicto contra los intereses del capital y el Estado franquista, denunciando y respondiendo con toda la energía posible a las estrategias de expulsión y especulación urdidas por el régimen. Conquistar derechos era impensable sin antes organizar contrapoder: tomar como propio el legado del movimiento obrero, federar las luchas de los barrios, crear alianzas entre clases populares y clases medias, sumar todas las capacidades posibles para desgastar al régimen. Conquistar poder significaba enfrentarse a la violencia del franquismo y a su vez producir un diagnóstico propio sobre los verdaderos problemas y las posibles soluciones. Según avanzaba la pugna entre intereses de clase contrapuestos, el movimiento conseguía ganar hegemonía: no eran chabolistas ignorantes que ponían en peligro a la ciudad consolidada, eran vecinos y vecinas de clase obrera que defendían su legítimo derecho a la ciudad. Organizar el conflicto metropolitano, en fábricas y barrios, tuvo como desenlace conquistar la democracia y el municipalismo. Aunque no el municipalismo deseado. Los “pactos de estabilidad” de la época y la delegación de poder a partidos de izquierda, condujeron a la desactivación del movimiento y a una rápida integración de las ciudades en la agenda neoliberal. Un cierre en falso en nombre de la “modernización” y la “estabilidad” que hoy crea convulsiones. Pero el movimiento alcanzó algunas victorias, tantas como progresista pudo ser el municipalismo.

    (….)

    En Barcelona, la construcción de equipamientos e infraestructuras públicas y el nuevo ordenamiento por barrios y distritos se integraban en una agenda igualitarista que marcaría el inicio de la democracia municipal. Las propuestas surgidas en los “Contraplanes Populares” y las medidas irrenunciables defendidas por el movimiento vecinal protagonizaron un periodo de políticas redistributivas. Pero el entramado socioliberal no tardó en reorientar la agenda. La demanda de igualdad en el poder para decidir y producir ciudad colectivamente se transformó en liderazgos que prometían bienestar bajo la tutela de la política representativa. Tan solo un ejemplo de este giro. En 1976 se extendía la reivindicación para que los equipamientos de ciudad fueran gestionados por los y las vecinas, igual que los Ateneus Populars de la República. Se exigía la gestión comunitaria, descentralizada, pero el Ayuntamiento de Barcelona integraría esa demanda en la red de Centres Cívics bajo gestión pública. Algunos espacios emblemáticos, que hoy siguen vivos gracias a la fuerza vecinal, consiguieron mantener la gestión ciudadana, el verdadero origen de lo que hoy llamamos comunes urbanos.

    El problema siempre fue el mismo. La democracia directa, el control popular y vecinal sobre los medios y recursos urbanos, era percibida como una amenaza para la “paz social”. Una “paz social” que los hechos desvelaron como un mecanismo de exclusión. La definición y orientación de las grandes políticas de ciudad se convirtieron en una esfera reservada para élites locales y globales. Muchos de los capitalistas industriales que enriquecieron su patrimonio gracias a la tutela del régimen reinventaron su posición de privilegio en el ámbito de la construcción y de la especulación inmobiliaria, en coalición con el capital global. El arreglo público-privado se acuñó como zeitgeist de la época por la izquierda institucional. Nuevos movimientos vecinales, el movimiento okupa y no pocas organizaciones libertarias arraigadas a los barrios plantaron cara a la mercantilización de Barcelona, mucho antes de que los impactos sociales y urbanos de los megaeventos extendieran una crítica que acabaría por compartir gran parte de la ciudad.

    (….)

    El capitalismo urbano produce su propia geografía política, un orden espacial e institucional que acumula en pocas manos gran parte de la capacidad para decidir sobre nuestras vidas. Un poder centralizado por los grandes propietarios del suelo, por los feudos del capital financiero local-global, por los Consejos de Administración de empresas de capital mixto, por Autoridades Portuarias, Consorcios del Turismo, Zonas Francas y, en fin, por el capital privado incrustado en grandes infraestructuras, zonas estratégicas y en las redes administrativas de nuestras ciudades. No hay muchos momentos que permitan morder ese poder. Las oportunidades se pueden contar con los dedos de una mano y la mínima apertura de alguna fórmula institucional despierta a la bestia para normalizar la esquilmación de lo público. Tan pronto AGBAR se ha visto amenazada con la posibilidad de una consulta ciudadana sobre la remunicipalización del agua, la multinacional ha encendido su máquina de judicialización. Mientras gasta un dineral en campañas que provocan la mayor vergüenza ajena, argumenta que la consulta remite a un tema donde el Ayuntamiento no tiene competencias, que la ciudadanía barcelonesa no está capacitada para saber qué significa “remunicipalizar”, que la gestión del agua ya es pública pese a estar gestionada por una empresa con un 85% de participación privada (70% AGBAR y 15% Caixabank)»

    ______________________________________
    ES IMPOSIBLE COMUNALIZAR LO PÚBLICO
    http://lahidra.net/es-imposible-comunalizar-lo-publico/

    «La competición entre ciudades no solo cambió el paisaje geográfico y nuestros imaginarios, con más asimetrías y desigualdades entre centro y periferia, más urbanización para atraer inversiones y expulsar a vecinos o grandes eventos “culturales” en lugares chachis que dejaron de serlo. La competencia urbana también cambió la organización dentro de la administración pública. El capital global no solo caía sobre el territorio urbano (el capital excedente tenía que aterrizar en algún sitio), sino que penetraba dentro de las instituciones para extraer renta de nuestros bienes comunes: energía, agua, transportes. En Barcelona, un penoso ejemplo de ese asalto institucional es el imperio de Caixabank. Las enormes infraestructuras necesarias para todo ese festín o bien se pagaron con dinero público, o bien se financiaron mediante deuda. A través de grandes contratos con pliegos bochornosos, la provisión de servicios públicos se cerró bajo candado (privado) y su coste se disparó. La enorme inversión inicial en capital fijo se hizo a costa de nuestro riesgo. El lote gordo y los beneficios han ido a grandes empresas y entidades financieras. Y para culminar todos estos procesos fue necesario producir nuevos marcos jurídicos y herramientas institucionales que codificaron en norma esa ideología.

    (….)

    Algunas tareas de decisión, gestión y coordinación están descentralizadas regional o localmente, pero la función financiera y de control se concentra en las escalas más altas: en el Estado, pero sobre todo en Europa. El municipalismo tiene que proporcionar servicios e intervenciones reales para la protección social, utilizando los recursos financieros disponibles. Si el cash local no llega, se buscan fondos. A veces de sospechoso origen. Viendo que las palancas administrativas están trucadas, la pregunta es: ¿podemos comunalizar lo público?»

    (….)

    El historiador francés Maxime Leroy, en La Costumbre Obrera (un libro escrito hace un siglo) se dedicó a analizar “el derecho proletario”. Leroy se refería al conjunto de reglas escritas o verbales que reglamentan la vida y la sociabilidad proletaria. Recopiló las formas institucionales creadas por el proletariado francés desde mediados del S.XIX, un inventario que recopilaba el orden jurídico creado en y por las luchas. Formas de mutualismo, sindicalismo y reciprocidad que no funcionaban a su libre albedrío. Funcionaban bajo sus propias instituciones, sus propias normas, su propios reglamentos. “Un orden jurídico de la vida en común”, decía Proudhon. A menudo pensamos que no tenemos una alternativa jurídica a la doxa neoliberal y que hay que inventar “nuevas instituciones”. Es más bien al contrario. Tenemos tradiciones jurídicas propias, con saberes y reglamentos que se nutren y a la vez han nutrido al cooperativismo, la economía social y solidaria, el sindicalismo social, la gestión comunitaria y las prácticas de desmercantilización.

    Unas tradiciones jurídicas, no lo olvidemos, construidas a partir de negar el Estado, a partir de luchar contra esa autoridad centralizada sobre el territorio que organiza la sociedad. La conjunción no parece fácil. Pero destruir la trayectoria impuesta por el capitalismo urbano pasa por estirar de esos hilos rojos. Construir autonomía desde el derecho proletario en una relación conflictiva con el derecho estatal. Frente a un mundo tan negro, el rojo es un bonito color.»

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  6. aapilanez

    Muy agradecido por el tono y el contenido del comentario Rubén. Como dices, el texto supuso un importante esfuerzo en la búsqueda de un equilibrio entre la crítica argumentada y la descripción divulgativa de la génesis de esta peculiar amalgama sociopolítica que subyace bajo la extraña máxima de la «recuperación de los comunes». En tu opinión no lo he logrado. Me «acusas» de caricaturizar y de falta de rigor. Es curioso porque es una «música» que me resulta familiar. Tu muy mediático compañero Jaime Palomera, a colación de un texto anterior sobre la brutal agudización de la violencia inmobiliaria y el surgimiento del Sindicat de LLogaters, cuya política y demandas yo criticaba, me lanzaba el mismo reproche: «Estás creando un ‘hombre de paja’ y careces de opinión informada».
    Francamente, o algo se me escapa o no logro encontrar dónde se halla esa deformación manipuladora y caricaturesca que se me atribuye. Me devano los sesos leyendo los textos que tan amablemente me mandas, con la loable intención de revelarme los matices omitidos en mi «grosera» caracterización, y soy incapaz de encontrar un discurso diferente a esa extraña combinación de anarquismo vergonzante -autogestión de los ‘comunes’- y de legalismo reformista -la palanca presuntamente transformadora del nuevo municipalismo- que caracteriza al nuevo «comunitarismo» -¡toma neolengua!- que profesas. «Mantener la gestión ciudadana», «el verdadero origen de lo que hoy llamamos comunes urbanos», «normalizar la esquilmación de lo público por la bestia», «el capital extrae renta de nuestros bienes comunes», «las palancas administrativas están trucadas», «el estado como regulador del régimen de acumulación»…despiden el mismo aroma que las que menciono en el texto.
    Conozco el libro de Emmanuel, y, a pesar de cierto déficit -que ellos mismos reconocen- en el análisis de la dichosa financiarización resulta una interesante descripción del «chiringuito» patrio. Nada muy original tampoco. Precisamente, llevo varios años trabajando sobre estos arduos asuntos, como puedes ver en el blog. Y, aun agradeciéndote la recomendación de las toneladas de libros editados por la librería «comunal» por excelencia, creo que ya tengo suficiente información para distanciarme enérgicamente de tu descripción -muy típica, por otro lado, del paradigma de los comunes- del Estado como regulador del capital. ¡Ya le gustaría!
    No quiero acabar sin agradecerte de nuevo la crítica. Hay un motivo para la reiteración: la notable carencia de pluralidad y la dificultad para encajar análisis heterogéneos que he observado -tras muchos años de relación y de compartir numerosos ámbitos de activismo- en los medios afines al «paradigma comunal» y al nuevo municipalismo. Barrunto que esa tendencia laminadora de la disidencia podría tener cierta relación con la «profesionalización» académica, asociativo-cooperativa y, sobre todo, partidario-institucional de las nuevas hornadas de grupos sociales alternativos surgidos del amateurismo quincemayista: con el «cocido» no se juega.
    Esperando disculpes esta leve maldad te envío cordiales saludos.

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  7. akismetuser796457121

    interesantes discusiones…
    Para hacer una buena crítica a veces hay que reducir las posiciones del «enfrentado» y caricaturizarlo. Eso simplifica la diversidad pero mejora la crítica. Creo que todo se ha vuelto muy complejo en todos los planos y también interconectado a escala global. En tiempos de tribulaciones hay que saber quienes pueden ser amigos de viaje y quienes ya están en el otro lado de la barricada. Observar ese momento siempre es delicado.
    Gestionar un gobierno de cualquier administración desde la óptica de la izquierda es muy contradictorio cuando la mayoría de resortes no están en tus manos para gestionar el conflicto a favor de los oprimidos. El capital global actúa con las manos libres mientras un ayuntamiento está atado con toda clase de leyes neoliberales que impiden romper la coraza neoliberal que los oprime. Pero si te metes a gestionarlo desde el sistema ya sabes a lo que te arriesgas. Cómo si te pones de francotirador fuera de la «norma» seras acusado no de ensuciarte con la realidad.
    La Federación anarquista canaria dice: Se cae en el asistencialismo cuando solucionas necesidades básicas de la gente y buscas la estabilidad pero no se generan nuevos conflictos. Es difícil estar en la fábrica o en el barrio y no buscar soluciones momentáneas al sufrimiento humano en el sindicalismo y las luchas generadas entorno a los centros barriales comunitarios y descentralizados. Se produce ciudad?, SÍ, se produce conflicto? SÍ… pero una misma mejora urbana, urbanística, puede ser al mismo tiempo una victoria popular y luego el tiempo la integra en los precios de los «activos inmobiliarios» y acaba gentrificando. O sea, generar conflicto permanentemente no es tan fácil y la comodidad es embriagadora. Es el conflicto permanente entre reforma y revolución que los clásicos de la izquierda debatimos desde hace más de un siglo.
    Particularmente he vivido y organizado el nacimiento de un centro comunitario en el distrito de Nou Barris de Barcelona y hoy conozco las limitaciones del mismo como las limitaciones del Gobierno de ciudad que desde la óptica de la gestión del conflicto y los resortes neoliberales que oprimen a la administración municipal acaban viéndote como un problema y no como una solución. Y es que el conflicto no son buenas noticias cuando llegan las elecciones y debes revalidar la mayoría absoluta. Siempre necesitas mostrar una buena gobernanza y eso es contradictorio con el conflicto.
    La ciudad se mueve con un enorme aparato burocrático y administrativo que a veces tiene su propia dinámica que no se adapta a las vicisitudes políticas ni los conflictos existentes. Cada trabajador público tiene su ideología y los mandos intermedios pueden destruir una labor inmejorable de gobierno del conflicto.
    Pero hay otras caras de la lucha contra el capital que una administración incluso estatal no puede obviar. Una es la creación de dinero que hoy está fuera del control de la mayoría de gobiernos y en manos de una minoría mundial de banqueros. Sin el control de una momeda y su producción es muy díficl pensar en victorias incluso parciales definitivas. Y eso señores y señoras, el dinero junto a la propiedad privada y la herencia son el talón de Aquiles del capital. Y cuando lo tocas de verdad la violencia se desata.
    Los gobiernos de la izquierda latinoamericana se han debatido entre el asistencialismo, el estractivismo y el papa estado. Eso ha producido una sociedad viciada en la dejación de la responsabilidad de las mejoras sociales en líderes o partdos que pueden ser influenciados por las élites mundiales. La gente busca líderes porqué te desresponsabiliza como individuo, la gente quiere dioses y religión porque hacen más llevadero el sufrimiento…..
    Hay un papel muy importante de la superestructura ideológica. Al final la catarsis de la especie sólo se produce en momentos de crisis civilizatoria. Creo que estamos en ello pero no sé por cuanto tiempo ni siquiera que no signifique una distopia.
    salva torres

    PD. Traficantes de Sueños: “Fin de ciclo”…. libro leído y muy bueno. Una descripción muy muy documentada de la burbuja inmobiliaria pero como todos nosotros adolece, porqué tampoco era su cometido creo, dar soluciones al problema. Cómo convertir un activo inmobiliario en un derecho…… la base está en romper el derecho de acumulación de capital… en el caso inmobiliario prohibir el derecho de herencia más allá de lo mínimo imprescindible. ¿quién le pone el cascabel al gato?

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  8. aapilanez

    Mil gracias Salva por el enjundioso comentario. Es casi un texto independiente más que un comentario al mío, lo que enriquece mucho el debate al riesgo quizás de «sacarlo de madre». Me centraré en los dos puntos -tratando de no repetirme- que considero centrales en tu planteamiento: la dialéctica colectivos sociales-instituciones y las consecuencias a extraer sobre lo anterior del análisis del capitalismo realmente existente.
    Empezaré por el segundo para tratar de establecer una conexión con el primero -ya planteada en el texto- que conecte con tu argumentación. Para decirlo de una manera un poco brutal, el gran capital, de manera casi subrepticia y sin atisbo alguno de mecanismo democrático, ha fulminado los últimos restos de la ilusión reguladora -de la que habla Rubén más arriba y que es uno de los pilares del paradigma «comunal»- del Estado del -mal llamado- bienestar. Como tú muy bien señalas, la pérdida total de soberanía financiera y la imposibilidad de meter mano en la sala de máquinas de la planificación económico-productiva vía avalancha de deuda a cargo de la gran banca, completa la sujeción absoluta de la maquinaria institucional a la valorización del capital. Sólo quedan las migajas: reducciones de daños y pseudoavances en ámbitos identitario-culturales.
    El corolario para la estrategia de la lucha político-social y la dialéctica colectivos-instituciones es, en mi opinión, meridiano: impotencia absoluta para realizar cambios de calado. La honestidad intelectual y moral exigiría extraer la consecuencia lógica que la aceptación de la constatación anterior tiene de cara a las vías de desarrollo de la lucha popular contra el Moloch en nuestros aciagos días: los que aspiran a minimizar los daños o a contener el tsunami desde los despachos institucionales -a través de «arreglos de detalle» o de una oposición constructiva, como dice la cita inicial- cumplen una función anestésico-desmovilizadora. Dicho de una forma también un poco brutal: o son cínicos o ingenuos. En cualquiera de los dos casos -la ignorancia nunca ha ayudado a nadie, decía el viejo Marx- creo que una posición de izquierdas consecuente exige desmarcarse «violentamente» de esos ordenadores de la economía -es decir, de las migajas que les dejan los que cortan el bacalao-.
    Mientras arriban nuevas y feroces crisis -cuyos negros nubarrones se avizoran por el horizonte- que impacten sobre la anestesiada mayoría silenciosa provocando quizás inesperadas explosiones sociales que creen nuevos vectores transformadores que desborden a las fuerzas del cambio, desvelando su condición domesticadora, sólo queda la crítica de los embaucadores ciudadanistas y el activismo social de base -como el que menciono en el texto- como formas mínimamente eficaces -en su modestia- de lucha social.
    Un último matiz, si se me permite la licencia, marcadamente «psicologista»: en la alternativa anterior sobre la condición moral de los gestores ciudadanistas y sus acólitos me decanto por el cinismo. Salvo honrosas -y rápidamente fulminadas- excepciones, la única forma honorable de afrontar las evidentes frustraciones generadas por la gestión de las mutiladas administraciones por parte de las fuerzas del cambio, hubiera sido la de hacer «pedagogía de la impotencia». Es decir, mostrar, mediante el conflicto -dando por ejemplo publicidad a las presiones recibidas -y no mediante la conciliación -cuando no la flagrante rendición, apelando a su beatífico carácter constructivo y dialogante-, las falacias flagrantes de la soberanía popular y la ilusión de la posibilidad de regular de forma legalista el embate del capital en nuestra «modélica» democracia. Así al menos pudiera uno mostrar cierta dignidad inmolándose para -a pesar del regusto teológico del salvífico sacrificio expiatorio- mostrar al pueblo la impotencia de la vía legalista-institucional. Tal actitud de cierta gallardía moral ni está ni se la espera.
    Lo dejo aquí, dejándome alguna cosilla en el tintero y agradeciéndote de nuevo tu sabroso comentario y con la absoluta certeza de no haber agotado las vías para continuar con el neurálgico debate.

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